APRENDIZ DE TODO Y TODO POR APRENDER

09.07.2013 00:00

Tiene 76 años y se detiene unos instantes para volver la vista atrás y recordar el nombre de aquella maestra que en su primera infancia le preparó para convertirse en alumno del colegio Santo Ángel. Se irrita controladamente cuando no lo consigue y continúa hablando, pero no se da tregua y, cinco segundos después, doña Pepita Sierra, exultante, cobra vida. Es una aparición fugaz, porque la presencia de la enseñante en la historia del escultor se queda irremediablemente desdibujada en un discurrir tremendamente intenso, pero la anécdota, insignificante en el día a día de cualquiera a cualquier edad, responde, en el estadio más pequeño, a un bosquejo interno de Vicente Vázquez Canónico. En guerra siempre consigo mismo. Midiéndose. Retándose. Descubriéndose. Sin descanso, pero también sin presión. Con la naturalidad de quien aprendió, probablemente no sin lágrimas, a saberse distinto.

Porque así es su vida y así quiere que sea. Caótica, ordenada, impulsiva. Agotadora, seguramente, para su entorno. Porque es un espíritu que no se pone límites, que cree, a ciencia cierta, que es capaz de todo y al que le resulta difícil someterse a la rutina diaria. Escribe poesía, declama, cocina, dibuja, restaura, esquía, esculpe, diseña joyería, hace hojaldre, caza, pesca, cultiva la tierra y hasta recorrió la distancia entre Roncesvalles y Santiago de Compostela, en siete días, sin bajarse de la bicicleta en cada etapa.

Nada le detiene y, sobre todo, nada le detuvo. Posiblemente porque nunca se marcó objetivos. Los va descubriendo conforme se le presentan. ¿Que en un mercado portugués encuentra una pintura destrozada que le gusta? Pues la compra, lee, pregunta, aprende y, finalmente, restaura. Y una vez colgado en la pared de su casa, una vez adquirido el conocimiento, el interés desaparece. Ya no repite más. Ya se ha demostrado que podía. Que sabía. Que quería.

El profesor y el artista

Así lo aprendió todo. Sin brillantes maestros, sin grandes títulos que le avalen, incluso molestando a más de uno por no someterse a las reglas del juego, situándose en un extremo y en el contrario. Enseñando sin ser profesor y obteniendo, en cambio, el título de ayudante técnico sanitario en la Facultad de Medicina de Valladolid por la mera necesidad personal de saber de anatomía para su pasión escultórica.

El viejo Colegio Politécnico de Asturias, la escuela de Peritos y la de Artes y Oficios aportaron sus pinceladas, pero en realidad todo apuntó siempre a que era diferente. Aunque en su casa no valorasen más allá de la creatividad infantil que a los 10 años construyese una guitarra, que con la miga de pan de la mesa hiciera figuras, que idease la forma de hacerse con bolas de asfalto sin mancharse o que con el barro moldeara la cabeza de su madre. En realidad, la única que vio el futuro en él fue su hermana Sofía. Tal vez porque a pesar de que saltaba muros, iba a higos y andaba en bicicleta, prefería la plastilina al balón, los conciertos a las pandillas y los libros de aprendizaje a los de estudio.

Pero su pasión fue siempre la escultura. Más que el dibujo y muchísimo más que la pintura. Tal vez porque la toca, porque la abraza, porque siente sus tres dimensiones como una sola. Porque habla con ella y ella le responde, porque le da a sus formas lo que quiere para sí. Por eso trabaja en su casa las piezas que va a exponer en el Jardín Botánico.

Las que comparten espacio con un busto de don Juan que mira a lo lejos y otro de Antonio Pérez Sutil que lo hace hacia dentro. Ambos piensan intensamente, como él. De forma un tanto obsesiva. De tal manera que este Vicente que camina, habla, trabaja y actúa como si su tiempo no fuese finito, nunca descansa ni presta atención a sus detractores.

No ve la televisión, no socializa en los bares, no va al fútbol, esculpe sin pausa y se mueve con prisa, como si le quedara todo por descubrir. Como si dormir hasta las nueve de la mañana fuese perder el tiempo. Como si no recoger la cocina antes de acostarse rompiera el orden del universo. Como si la búsqueda constante, diaria y completa de la perfección no fuera una batalla perdida.

Pero lo cierto es que vive para eso. Exclusivamente. Para su mundo, para sus tonterías, para su bohemia. Para lo que de verdad le hace feliz. Todo lo demás, necesario pero que solo ayuda a completar el cuadro, corre a cargo de los que le quieren. Y, sin pretenderlo, se convierte en un boomerang para que él, a su vez, quiera más, mejor y por más tiempo.

 

EVA MONTES.

El PERFIL en El Comercio de Gijón.